martes, 13 de agosto de 2013

San Hipólito de Támara


Ya nos hemos ocupado en otra ocasión del monumental templo de San Hipólito de Támara, pero en el día en el que la Iglesia celebra la memoria del santo mártir y escritor, no podemos dejar de contemplar de nuevo imágenes de este monumento de la diócesis de Palencia, a partir de las cuales podemos profundizar un poco en la doctrina del santo mártir.

San Hipólito fue uno de los primeros escritores y teólogos cristianos. Fue el último escritor romano que emplea el griego. El creciente desuso y desconocimiento de esta lengua en Roma se da como una de las razones que explicarían la pérdida del original griego de la mayoría de sus obras, tan numerosas quizá como las de Orígenes, que por cierto le había oído predicar el año 212 en su viaje a Roma; además, aunque estas obras gozaron de una enorme popularidad en Oriente, aun allí desaparecieron los originales griegos de bastantes, de manera que es gracias a traducciones latinas, coptas, etiópicas, árabes, siríacas, armenias, georgianas y eslavas como nos han llegado muchas de ellas.

Así y todo, muchas de sus obras se han perdido, quizá también por lo que diremos de su actividad cismática o por sus doctrinas heterodoxas. Pues Hipólito, que parece que se declaraba discípulo de Ireneo y que en sus obras antiheréticas depende bastante de él, si bien se pronuncia claramente contra el modalismo que recientemente había estado muy vivo en Roma, se acerca sin embargo peligrosamente al subordinacionismo, con una doctrina del Logos que no es ortodoxa. El modalismo entendía las tres personas divinas como tres manifestaciones o «modos» de Dios, de manera que no habría distinción real entre ellas; mientras que el subordinacionismo sostenía, con diversos matices, que el Hijo es inferior al Padre y le está subordinado.

En un bellísimo texto, afirma san Hipólito que el Verbo encarnado nos hace semejantes a Dios. dice así:

Nosotros creemos en el Verbo de Dios. No nos fundamos en palabras sin sentido, ni nos dejamos llevar por impulsos emotivos o desordenados, ni nos dejamos seducir por la fascinación de discursos bien preparados, sino que prestamos fe a las palabras del Dios todopoderoso. Todo esto lo ordenó Dios en su Verbo. El Verbo las decía en palabras [a los profetas], para apartar al hombre de la desobediencia. No lo dominaba como hace un amo con sus esclavos, sino que lo invitaba a una decisión libre y responsable.

El Padre envió a la tierra esta Palabra suya en los últimos tiempos. No quería que siguiese hablando por medio de los profetas, ni que fuese anunciada de manera oscura, ni conocida sólo a través de vagos reflejos, sino que deseaba que apareciese visiblemente, en persona. De este modo, contemplándola, el mundo podría obtener la salvación. Contemplando al Verbo con sus propios ojos, el mundo non experimentaría ya la inquietud y el temor que sentía cuando se encontraba ante una imagen reflejada por los profetas, ni quedaría sin fuerzas como cuando el Verbo se manifestaba por medio de los ángeles. De este modo, en cambio, podría comprobar que se encontraba delante del mismo Dios, que le habla.

Nosotros sabemos que el Verbo tomó de la Virgen un cuerpo mortal, y que ha transformado al hombre viejo en la novedad de una criatura nueva. Sabemos que se ha hecho de nuestra misma sustancia. En efecto, si no tuviese nuestra misma naturaleza, inútilmente nos habría mandado que lo imitáramos como maestro. Si Él, en cuanto hombre, tuviese una naturaleza distinta de la nuestra, ¿por qué me ordena a mí, nacido en la debilidad, que me asemeje a Él? ¿Cómo podría, en ese caso, ser bueno y justo? Verdaderamente, para que no pensáramos que era distinto de nosotros, ha tolerado la fatiga, ha querido pasar hambre y sed, ha aceptado la necesidad de dormir y descansar, no se ha rebelado frente al sufrimiento, se ha sujetado a la muerte y se nos ha revelado en la resurrección. De todos estos modos, ha ofrecido como primicia tu misma naturaleza humana, para que tú no te desanimes en los sufrimientos, sino que, reconociendo que eres hombre, esperes también tú lo que el Padre ha realizado en Él.

Cuando hayas conocido al Dios verdadero, tendrás con el alma un cuerpo inmortal e incorruptible, y obtendrás el reino de los cielos, por haber reconocido al Rey y Señor del cielo en la vida de este mundo. Vivirás en intimidad con Dios, serás heredero con Cristo, y no serás ya esclavo de los deseos y pasiones, y ni siquiera del sufrimiento y de los males físicos, porque habrás llegado a ser como Dios. Los sufrimientos que debías soportar por el hecho de ser hombre, te los daba Dios porque eras hombre. Pero Dios ha prometido también concederte sus prerrogativas una vez que hayas sido divinizado y hecho inmortal.

Cristo, el Dios superior a todas las cosas, el que había decidido cancelar el pecado de los hombres, rehizo nuevo al hombre viejo y desde el principio lo llamó su propia imagen. De este modo ha mostrado el amor que te tenía. Si tú eres dócil a sus santos mandamientos, y te haces bueno como Él, te asemejarás a Él y recibirás de Él la gloria.

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